jueves, 3 de octubre de 2019

NO TENÍA SENTIDO


Recuerdo cuando, ardilla 
de la emoción, después 
de pasar un buen tiempo 
con el Kreutzer --ya había 
hecho trinos y escalas 
y golpes de arco--, abría 
finalmente la parte 
solista del concierto 
de Max Bruch. Y de nuevo: 
frase tras frase, cambios 
de posición y técnicas, 
exasperantes técnicas, 
sólo para al final 
tocar la pieza, sin 
piano de fondo, nada, 
la voz solista, el árido 
silencio en que la orquesta 
imaginariamente 
hacía el tutti. Luego, 
como si fuera poco, 
ponía el disco. Entonces 
la ardilla me tomaba 
por lo más perentorio 
del alma y consentía 
en hacerme sentir 
algo quizá sublime. 
Esclavo del deber, 
autómata pautado, 
limpiaba el instrumento 
del sudor y la grasa 
con la triste franela 
que luego lo cubría, 
en el estuche, junto 
a un pañuelo fetiche. 
Ardilla que la música 
viviera, nunca hubo 
vínculo en la tortura 
de ese estudio con vos. 
Ardilla que sabés 
por qué escribo, te guardo, 
como al amor, en un 
cajón de mi alma sorda. 

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